martes, 9 de agosto de 2011
Los superpoderes, de Verónica Murguía
Verónica Murguía es una de esas mujeres inspiradoras, con la que tenemos la dicha de compartir tiempo y algunos espacios: es capaz de sumergirse por meses en investigaciones para encontrar el término preciso para describir la voz de un dragón en el Medioevo, tiene además, una mirada muy lúcida (y muy divertida) sobre la realidad contemporánea. El texto que les compartimos a continuación es un ejemplo maravilloso de esto. Disfruten, y si quieren más dosis de Verónica, pueden leerla en Las rayas de la cebra, su columna para el suplemento de La Jornada Semanal.
Una de estas tardes pasaron en la tele la película Los cuatro fantásticos. La vi, pues La Mole me cae perfecto, y naturalmente, me puse a pensar en cuál sería el superpoder que me gustaría. Volar, creo. Cuando niña pasé muchas horas meciéndome en un columpio mientras trataba de aproximarme a la sensación de salir volando. El momento en que estuve más cerca del efecto, coseché un raspón espectacular y todos los niños de la cuadra me vieron los calzones.
Es una perogrullada, pero tener un poder como la capacidad para convertirse en una liga, ser el más veloz, o respirar bajo el agua como Aquamán, ha de ser un deseo universal, y de seguro muy antiguo. A mi amiga p. le gustaría ser invisible. A mí no.
Stephen King escribió en su novela para niños Los ojos del dragón una escena que me da risa y me perturba: un niño espía a su padre a través de un espejo que lo hace invisible. ¿Qué es lo primero que descubre? Con mucha pena, que su papá se come los mocos. El pobre niño no sabe cómo sacarse esa imagen de la cabeza y, al principio, la devoción por su padre se empañó con la imagen del progenitor venerado metiéndose el dedo en la nariz. Luego, y eso es un logro de King, el niño aprende a amar a su padre a pesar de que se dio cuenta de que era un ser humano imperfecto de una forma chusca y un poco asquerosa.
Tampoco me gustaría tener muchos superpoderes al mismo tiempo: ha de ser muy complicado. No me explico cómo le hace Superman para oír todo –lo dicho en susurros por la gente que pasa, un noticiero en Burkina Fasso o una telenovela búlgara– y comprenderlo sin hacerse bolas con los idiomas, o ver el mundo como a través de una máquina de rayos x.
A Superman no lo envidio en lo absoluto y siento por él una vaga antipatía. Su traje es feísimo. Además, como dice mi marido, ha de ser muy incómodo traer los calzones por encima de las mallas. ¿Por qué tantos superhéroes los llevan así? ¿Por qué usan esas botas que parecen calcetines? ¿Por qué usan capa? ¿Por qué los uniformes de las superheroínas parecen salidos del catálogo de lencería sadomasoquista? Esos brassieres rarísimos en forma de cono, tan en boga en los cincuenta, que según algunos representan la potencia bélica de Estados Unidos, todavía son de rigor para las protagonistas de los cómics y las caricaturas. Eso, y medidas 120-50-120, pelo largo, y pestañas de vaca.
A quienes levantan una ceja escéptica al leer esto, les pregunto: ¿por qué la Mujer Maravilla usa un lazo semejante a un látigo –como es una supervillana, Gatúbela prescinde de los eufemismos y, vestida de cuero, con botas hasta el muslo, propina latigazos a diestra y siniestra– y medias de red?
También en los cómics más nuevos las heroínas son guapísimas. Sólo hay que recordar las recientes versiones cinematográficas de los x Men, un cómic de Stan Lee y Jack Kirby que vio la luz en 1963, pero que tuvo un segundo aire estos años. La trama de los hombres x está basada en los superpoderes. Tormenta, una mujer que podía dominar el clima, era Halle Berry, Jean Grey, telépata con poderes telequinéticos era Famke Janssen, y Mistique, metamórfica, desnuda y azul, era Rebecca Romjin. Ni falta les hacían los poderes.
Tal vez por eso, porque la belleza y las medidas perfectas parecían ser una condición sine qua non para ser heroína, yo me identificaba con un hombre: Wolverine. Un poco chamagoso, sombrío y colérico, fue a los trece y catorce años el espejo de muchas emociones. Además las garras, esas navajas de adamantio (¿no es buenísimo ese nombre?) que surgían con la ira y dolían al salir, me parecen una representación, no sutil, pero eficaz, del poder destructor de la cólera.
No que yo viera nada malo en la cólera a esa edad. No sé que hubiera dado por unas garras de adamantio y la capacidad de volar. Si he de ser sincera, confieso que hoy, mientras pensaba en este artículo, deseé las garras para tijeretear las llantas de varios peseros, perforar la puerta de una Suburban estacionada en tercera fila y podar unos árboles.
Ya instalada en ese desvarío, si pudiera un día, un solo día tener superpoderes, le lavaría el coco a los políticos (Mastermind), derretiría la Cabeza de Juárez y la estatua ecuestre de Pancho Villa, la de Pacífico y División del Norte (Magneto), convencería a Carlos Slim de regalar un millón de pesos a cada mexicano (Charles Xavier) y, bueno, me quedaba con la facha de Halle Berry. Sin poderes.
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